jueves, 18 de enero de 2018

Capítulo 19. Iconografía en el Romanticismo (1825-1875)


Romanticismo (II). Personalidad sublime

Celosa y ebria de veganza, histérica,
Medea se dispone a matar los hijos que ha
tenido con Jasón. Delacroix, Medea, 1838
CONTEXTO       Occidente experimenta su siglo más agitado porque las revoluciones se solapan unas sobre otras. La revolución industrial promueve una brillante revolución tecnológica (la fotografía puede entenderse como una parte de esta revolución), pero sobre todo una conflictiva revolución sociopolítica al cambiar las grandes fortunas de manos aristocráticas a manos burguesas. El dinero más repartido significa poder más repartido: comienza la carrera hacia la democracia. La revolución social llega por primera vez a los desfavorecidos: las mujeres arrancan el motor del sufragismo; los proletarios se asocian en sindicatos y promulgan el socialismo. La complejidad de la personalidad no conoce límites y la estética sublime pone su atención en el carácter apasionado e incontrolable, en la valentía y el arrojo temerarios, en la voluptuosidad, la extravagancia y la locura.   

ICONOGRAFÍA     
SUBLIME: Locura y brutalidad    Son sublimes por su incontrolabilidad todos los ragos de desequilibro en la personalidad (voluptuosidad, histeria, brutalidad), así como el destino humano (enfermedades, muerte). 
Hugh W. Diamond, Mujer enajena, 1851
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(1) Sublime locura       No solo hay razón en el ser humano y corresponde al Romanticismo la manifestación de la impulsividad y la locura. La locura puede ser pasajera, como la alegre enajenación del amor y el sexo, o llegar para quedarse. Puede volvernos más cariñosos o brutales. En la ópera romántica abundan los chiflados por amor. Empieza a considerarse normal y casi deseable que los artistas estén un poco tarumbas... debido a su genio creativo, se argumenta como excusa.

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Julia Margaret Cameron firma este intenso retrato
del científico John Herschel, inventor de la
cianotipia

Los retratados por Margaret Cameron (Julia Jackson; John Hershel), de intensas miradas, sugieren la misma excentricidad de que hacía gala la propia fotógrafa. Pero la locura propiamente dicha fue lo que retrató el psiquiatra Hugh W. Diamond (Melancolía transformándose en locura). Dos figuras icónicas de la locura produjeron muy notable iconografía en el Romanticismo: Juana de Castilla (Pradilla, Juana la Loca) y Don Quijote (foto de William L. Price). La ópera más característica de este período es aquella en que la soprano, agitada por las presiones familiares y amorosas de los varones, se vuelve loca e interpreta con un canto maravillosa una “escena de la locura”, en esencia una muerte por amor (Elvira en Los Puritanos; las protagonistas de Lucia de Lammermoor y Linda de Chamounix; la reina irlandesa en Tristán e Isolda).
 
P.-L. Pierson, Condesa di Castiglioni,
hacia 1870. Pura interpretación.

Pero a veces la vida cotidiana envidia la fascinación de los personajes ficticios. A finde paliar el aburrimiento, la celebridad italiana Condesa de Castiglione, amante del emperador Napoleón III y otras grandes fortunas del París, interpretó una y otra vez y durante cuarenta años personajes facinantes delante de la cámara de Pierre-Louis Pierson. Se conservan más de doscientas cincuenta fotografías de esta pionera adicta del selfie. 

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(2) Sublime: brutalidad      La Ilustración había fomentado el patriotismo bélico, pero no había retratado la brutalidad y la degradación moral de la violencia. La brutalidad la retrató primero Goya en los Desastres de la Guerra (álbum de grabados) y en los grandes óleos que pintó para el ayuntamiento de Madrid (Los fusilamientos; La carga de los mamelucos). Delacroix la retrata en la Matanza de Quíos (1823) como degradación física y moral; pronto se convertirá en uno de los temas recurrentes de la fotografía de guerra. Las guerras del Romanticismo que pudieron fotografiarse fueron la Guerra de Secesión de los EE. UU. (fotos de Mathew Brady), la Guerra de Crimea (documentada por Roger Fenton) y las Guerras del Opio (fotos de Felice Beato, 1860). Sin esa brutalidad no habría revoluciones y no existe manifestación política más características del Romanticismo que la revolución. El icono lo firmó, una vez más, Delacroix: La libertad guiando al pueblo (1830) constituye una soberbia alegoría: la madre patria reúne burgueses y proletarios.

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Efectos demnoledores de la guerra. Detalle de
La Masacre de Quíos, Delacroix, 1823, Louvre
La Guerra de Secesión norteamericana fue una de las primeras en documentarse
por medios fotográficos. Mathew Brady, Confederado caído, 1863
La libertad guando al pueblo (Delacroix, 1832, Louvre) inspiró esta brillante fotografía que exalta el fuego
revolucionario. Ghait Abdul-Ahad, Bagdag, 4 de abril de 2004

Roger Fenton, Pashá y bayadera, 1858
Jean-León Gérôme, Venta de esclavos, 1866
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Francesco Hayez, El beso, 1845, Milán, Brera
     
SUBLIME VOLUPTUOSIDAD: Odaliscas     El sexo y el erotismo exótico, iniciados tímidamente en el rococó y descartados por la Ilustración, recuperan adictos en el Romanticismo. Nunca se habían creado tantas odaliscas pictóricas (Ingres, Fortuny) y fotográficas (Fenton). 

Robert Doisneau, El beso junto al ayuntamiento (Le Baiser de l’Hotel de Ville), 1950

La misma impulsividad parece justificar que la recompensa visual del héroe sea un beso en los labios. Lo pintó primero Francesco Hayez (El beso, 1845) y no deja de repetirlo el cine. En fotografía los más famosos besos son los que despiden II Guerra Mundial (Víctor Jorgensen, Kissing the War Goodbye; y Alfred Eisenstaedt, V-J Day in Timesquare, ambos 1945) y sobre todo el fotografiado por Robert Doisneau (El beso delante del ayuntamiento, 1950).


SUBLIME: Muerte     La enfermedad es sublime porque nos arrebata el control. El cuadro de lecho neoclásico, albergado por héroes, se alquila ahora a amantes y jóvenes golpeados por la muerte del amor o la simple extinción del cuerpo (Henry P. Robinson, Extinguiéndose). El Romanticismo inventa el final triste en la escena y rara es la ópera romántica en la que no vemos desfallecer a sus protagonistas; la foto de Robinson nos trae a la memoria la escena final de La Traviata (Verdi, 1853).
 
Henry Peach Robinson, Extinguiéndose o Los últimos instantes, 1856

Lo bueno de un libro digital como el nuestro es que podemos cambiar de portada cada vez que queremos compartir una imagen. Este otoño he...